A pesar de saber que todo tiene un ciclo, que aquello que inicia debe terminar, es imposible no sorprenderse cuando, sobre todo, llegan al fin.
Es imposible hacer planes pues es cierto que nada está escrito y todo puede cambiar en tan sólo un abrir y cerrar de ojos.
La muerte es algo que siempre me ha sorprendido, pero que al mismo tiempo siempre me hace reflexionar; quizá ése es su objetivo.
Ayer murió una persona que apenas y conocí, pero que para Esteban fue importante. Eso fue motivo suficiente para ir al velorio y encontrarme con un pasado que para mí ya no existía, un presente que me asustó y un futuro revelador.
El reloj se paró y pude ver el protagonismo incansable de alguien quien en algún momento admiré, un Andrés Manuel que está más allá de él mismo y que no permite darle el sitio que le corresponde a cada cosa. Por supuesto que me enfureció.
Aunque también hubo un Alejandro que se podía ver sólo quería hacer acto de presencia, un Agustín quien no dejaba de sonreir, un Mario quien no paraba de saludar a quien se le paraba enfrente, un Porfirio quien no dejaba de saludar sólo a los reporteros, y una Ariadna quien en su intento por ser Miss Simpatía, miraba el rostro de cada uno de los presentes y les decía: "me preguntaba si eras tú"...
Pero quien definitivamente terminó con mi paciencia fue Salvador, quien se paró frente al féretro sólo para escuchar la plática de Andrés Manuel, quien permanecía sentado a sólo unos pasos de él. Después de eso, se dio la vuelta, salió y comenzó a hacer relaciones públicas.
En las más de dos horas que permanecí en ese sitio mi corazón no dejó de decirme que, en algún momento, mi reloj también se detendrá.
Mi tristeza llegó a pedirle a Esteban no me hablara. Y con tantos pensamientos me quedé dormida.
Me obligué a escucharme. Y caí en la cuenta de que nunca he pensado en la muerte, en que algún día llegará mi momento; hasta ahora.
Nunca he estado a punto de morir. Hace tres años entré de emergencia al hospital y aun cuando todos me dijeron que estuve a punto de morir, nunca me sentí en esa circunstancia... sólo pensaba en que dormiría un poco y pronto despertaría sin dolor.
Quizá nadie en este mundo podría entender qué pasa cuando llega ese momento, que a menos que esté ahí podremos sacar miles de conjeturas.
No, no ha de ser fácil.
Mientras conducía hacia la casa, Esteban decía que si él llega a morir primero que yo no quiere coronas y quiere música.
Y no, tampoco sé qué quisiera para ese día de mi despedida. Para mi último día. No lo sé y estoy segura que hay muchas personas que tampoco lo saben. Ese momento se vive como otro en nuestra vida y para el cual no se está preparado... incluso para saber quién acude de corazón a despedirse de mi y quién sólo para usarme y aprovechar el momento.
Escribiendo este pequeño texto he podido tomar una decisión respecto a mi último día de vida.
Quiero flores, muchas flores. Pero no blancas. De varios colores. Creo que será requisito para quien quisiera hacerme ese obsequio.
También velas. No cirios, muchas velas por doquier.
Una mesa frente a mí, con muchas velas y un sitio para que me escriban algo. Sí, quiero que me escriban pequeñas cartas y las quemen delante de mi.
Que alguien toque algo para mí... que no lloren, las personas que estén ahí deben estar convencidos de que aún les queda algo pr hacer en esta vida y que por alguna razón Dios quiso que me fuera antes que ellos.
Pero sobre todo, no quiero que me vean en el ataúd. No quiero que abran la caja para verme. Me dolería verlos sufrir por mí, por ver que mi luz se apagó.
Sinceridad, quizá es lo único que pediría a todos aquellos que me conocen. Honestidad para escuchar su corazón e incluso el mío que ya no suena.