jueves, mayo 25, 2006

Indignación

Lo vi de lejos. Riéndose.
A pesar de ser sólo unos segundos (o menos) en que lo vi, puedo hacer casi una radiografía.
Apoyaba su brazo izquierdo en el tronco del árbol plantado, irónicamente, en una maceta. Tenía calor; siempre se arremanga la camisa cuando tiene calor, pero fumaba, signo inconfundible y certero de que sí, tiene calor.
Ataviado con pantalón beige y camisa azul, reía. Reía como si nada le acongojara, como si nada le preocupara, como si ya no le importara... y sí, eso es lo que más me indigna.
¡¡¡¡¿Cómo se atreve a ser feliz si yo aún no puedo apartarlo de mi mente?!!!!
¡¡¡¡¿Cómo pudo olvidar todo tan rápido?!!!!
Mientras yo odio hasta la luz del sol, porque al salir, da alegría a los demás, y yo... yo, aunque salga el sol, soy muy infeliz.
Y duele. Duele y me recuerda mi llanto amargo, prolongado, martirizador de aquel día. Aquel día en que decidí dejar de amarlo porque él no me amaba.
No quiero que sea feliz. No quiero que esté contento. No quiero que se ría. No, no, no!!! No, por lo menos, hasta que yo pueda recuperar la sonrisa, la esperanza, la confianza, la ilusión que él me arrebató. No hasta que deje de sentir el corazón tan vacío.
¿Egoísta? Definitivamente. Pero tengo derecho a serlo, sobre todo con él. Y nadie, nadie puede quitarmelo, porque es lo único que me da fuerza para intentar olvidar todo, para intentar olvidar ese 8 de abril que siempre me dolerá y del cual lo culparé el resto de mi vida.
Aunque nadie puede ganarle a él. Nadie puede ser más egoísta que él. Nadie. Y por eso lo odio. Lo odio porque necesito odiarlo tanto como lo amo, tanto como me duele.

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